Debo reconocer que como fan de la saga Assassin's Creed desde su primera entrega, allá por el lejano 2007, hubo un momento en que pensé que el asunto descarrilaba sin remedio. Fue precisamente en los albores de la pasada generación, cuando además del refrito de Black Flag (2013) nos tuvimos que tragar los insoportables Unity (2014) y Syndicate (2015). Recuerdo estar paseando por París con el soso del Arno aquel y pensar que esa franquicia no la revivía nadie, que la fórmula estaba completamente agotada y que quizá lo mejor fuera dejarla descansar el sueño de los justos tras tantos juegos formidables y encontrar otras nuevas IP que hicieran brillar de nuevo la marca de Ubisoft. Agradecí mucho, por tanto, cuando la compañía anunció que daría un descanso de dos años tras el fallido juego ambientado en el Londres victoriano, porque pensé que por lo menos ese tiempo quizá permitiría que alguna nueva idea entrase a revitalizar la fórmula de ambientaciones históricas y técnicas de sigilo criminales.
Assassin's Creed: Origins (2017) me devolvió la ilusión y buena parte de la esperanza en esta saga, con un juego que bebía sabiamente de las tendencias de éxito del momento, como el sistema de combate de Dark Souls, la estructura de misiones de The Witcher o el sistema de mejora de niveles de Destiny. Tres buenas influencias que le sentaron de maravilla a un título que nos llevó además a una de las mejores ambientaciones históricas posibles, la de un antiguo Egipto cuyas pirámides y desiertos conquistaron mi imaginación casi tanto o más que aquella Edad Media del primer título.
Fue tal la paliza que le pegué a aquel juego, DLC mitológicos incluidos, que decidí esperar un año largo para ponerme en la piel de Alexios, el héroe de Assassin's Creed: Odyssey (2018), un juego que empezó como expansión del anterior pero que finalmente se convirtió, y por derecho propio, no solo en un enorme juego (el más grande de la saga), sino además en mi título favorito junto con la segunda entrega. Esta vez ambientado en la Grecia Clásica, la aventura de Alexios me pareció, y me sigue pareciendo, la más completa, compleja y equilibrada de todas las de la franquicia, con unas mecánicas sublimes y una historia apasionante de principio a fin. Y de sus DLC mitológicos casi mejor no hablar, porque me parecen perfectos.
La historia de Eivor, un vikingo (o vikinga, a elección del jugador), contiene muchos de los tópicos de la saga sobre venganzas personales, búsquedas de identidad y descubrimiento del mundo antiguo, y está como todas las anteriores aderezada por los convenientes personajes históricos del momento, paisajes de una belleza sobrecogedora y toda la complejidad en forma de acciones, niveles, habilidades, minijuegos y todo lo que, en definitiva, cabe esperar de un juego de estas características. Y si bien es cierto que le cuesta arrancar bastante más que a los otros dos, que tiene algunas ideas fallidas y que hubiera agradecido algo más de fluidez en sus mecánicas de combate o acrobacias, no es menos cierto que el desarrollo global, y en especial los dos últimos actos del juego, cuando ya nos hemos hecho con los mil y un detalles de su complejo sistema de estructura y ascenso de niveles, son fantásticos.
A diferencia de los dos juegos precedentes, donde el viaje marca nuestro recorrido por el mapa del mundo sin un punto fijo de referencia, en Valhalla todo se estructura en torno a nuestra aldea, Ravensthorpe (cuyo tema musical, de Sarah Sachner, es sencillamente magistral, por cierto). En dicha aldea vamos acumulando los materiales que obtenemos de nuestros saqueos, que son los grandes momentos épicos del juego con gran diferencia, y edificamos una serie de instalaciones que nos permiten mejorar nuestras estadísticas, inventario y recursos. Además de eso, en la aldea podemos reponer fuerzas, planificar nuestras siguientes alianzas territoriales y conseguir importantes objetos a través de Reda, un mercader adolescente que nos asigna misiones diarias opcionales a cambio de preciados trofeos que solo se podrían conseguir a través de micropagos en la tienda de Ubisoft, otra (desgraciada, en este caso) tradición en la saga de estos últimos tiempos.
El sistema de alianzas se configura pronto como el referente principal para el avance de la trama. Elegimos uno de los muchos territorios de la Inglaterra medieval, nos aliamos con alguno de sus líderes y asistimos a una serie de misiones en torno a las 4/5 horas, que nos lleva a afianzar una cooperación con dichos líderes de cara a los compases finales del juego. Las misiones alternan principales y secundarias, dentro de los cánones ya conocidos de la saga, sin grandes innovaciones en ese aspecto. Sigue habiendo, como en la entrega anterior, la posibilidad de elegir diferentes opciones de diálogo y acción, aunque tengo para mí que son menos influyentes y decisivas en la trama de lo que lo fueron en Odyssey. Por lo demás, podemos desplazarnos por los escenarios a pie, a caballo o en barco, que aunque no resulta tan crucial como en Grecia sí nos permite acceder a muchos puntos de viaje rápido, los muelles, que se suman a las clásicas atalayas repartidas a lo largo del juego para ahorrar un tiempo precioso entre misión y misión, sobre todo cuando ya conocemos bien el escenario y tiene menos que aportarnos en ese sentido. En definitiva, el juego sigue a rajatabla la estructura de los dos anteriores en casi tantos aspectos que, me temo, estamos empezando a correr el mismo riesgo que ya empecé a percibir en Brotherhood (2010) y en mayor medida en Revelations (2011): el agotamiento.
No es que Valhalla haga especialmente nada mal, en tanto que tiene los mismos excelentes valores de producción de sus predecesores, repite todos y cada uno de sus aciertos (aunque no siempre en la misma medida, es cierto), trata de recuperar algunas mecánicas de los juegos originales (de nuevo, no siempre con tino) y procura que se respire el ambiente de la saga en cada rincón, algo que sin duda consigue plenamente. Se le puede achacar que la trama de asesinos y templarios ocupa un lugar aún más secundario que en las anteriores (a veces Valhalla parece más un juego de vikingos con cameos del lore de AC que otra cosa), pero en el último acto todo encaja bastante bien y cierra de una manera muy digna la trama de Layla. Incluso el aspecto de la mitología, que aquí me parecía inexplicable que en lugar de ser un DLC aparte formase parte de la historia de la campaña principal, una vez terminada cobra todo el sentido y está además fenomenalmente integrada.
Valhalla es, en suma, un juego que no se ve tan hermoso como Origins, que no se juega tan bien como Odyssey y que ha perdido buena parte de la (poca) capacidad de sorpresa de esta nueva trilogía, pero tiene grandes momentos, y un desarrollo fluido al que únicamente cabe achacársele (y no es poca cosa) que resulta bastante repetitivo en la estructura narrativa de las alianzas: casi todas comienzan con un encuentro con el futuro líder del territorio, al que debemos ayudar a desenmascarar una trama de venganza asociada con el culto de los antiguos, y al que ponemos en el trono tras vencer en un asalto a una fortaleza. Son tantas las ocasiones en que esto es literalmente cortado por el mismo patrón que llega a hacerse agotador, y menos mal que dos o tres de dichas tramas se salen de esa fórmula para ofrecer algo distinto, como el festival de Halloween en Gloucester o la trama del norte con la decisión que debemos tomar sobre quién debe ser el nuevo Jarl del territorio.
Respecto a la mitología y cultura vikinga, si bien no me parece tan rica y espectacular como la egipcia o la griega, lo cierto es que está bien tratada, respetada y representada en el juego. Es evidente que la influencia de la serie Vikings se respira por los cuatro costados (en los saqueos te plantan una canción que es clavada a la de los títulos de crédito de la serie, por cierto), y que cualquier referencia a Ragnar, sus hijos o sus aventuras te pone la piel de gallina, lo cual no hace sino confirmar el excelente trabajo de los responsables de una serie que está claro que aquí tiene uno de sus hijos predilectos.
Por lo demás, el juego es extraordinariamente generoso en contenido, hasta el punto de que mi partida se ha ido tranquilamente a las 120 horas hasta descubrir todos y cada uno de sus secretos (platino incluido, como es tradición para mí en esta nueva trilogía). Valhalla se juega cada vez mejor conforme se avanza en el juego, algo que quizá debería haberse corregido un poco para un mayor disfrute, pero tiene momentos muy variados y un minijuego, el Orlog, que me tiene completamente subyugado.
Mención aparte merece el tema técnico. Valhalla es el primer juego que compré para PS5, aunque me he esperado hasta ahora porque tenía demasiado reciente mi segundo paseo nórdico por el Asgard de Kratos y Atreus. Poder disfrutar de las aventuras de Eivor también a 60 FPS, si bien a 1080p en lugar de 4K, a lo que hay que sumar la ausencia de tiempos de carga, ha hecho que esta experiencia haya sido enormemente satisfactoria de principio a fin a nivel gráfico y jugable. Es una auténtica gozada disfrutar del viaje rápido, que es prácticamente instantáneo, o de la suavidad y fluidez del movimiento de la cámara, algo que seguramente en mi vieja PS4 no hubiera sido posible. A la espera de que los DLC nos manden al asedio de París o a desenmascarar una trama de conspiraciones en Irlanda con unos siniestros druidas, puedo decir con total rotundidad que me ha encantado este juego, y que recomiendo la versión de PS5 a todo aquel que hiciera lo propio con los anteriores dos juegos de una franquicia por la que, eso sí, empiezo a tener miedo por su salud como continúe a este ritmo de lanzamientos. Sería una lástima que la buena senda iniciada desde 2017 se torciera, como ya pasó hace más de un lustro, y volviésemos al punto de partida. ¡Skal!
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