Hubo un tiempo en que la condición que había en mi casa para que entrase una nueva consola era que, de forma obligatoria, la anterior tenía que salir. Así, con un inmenso dolor en mi corazón que mis padres jamás entendieron, mi adorada Sega Mega Drive voló, junto con joyas como la saga Sonic, Streets of Rage 2 o Jurassic Park, para hacer un hueco en el que pudiera entrar la Super Nintendo, mi gran obsesión consolera allá por 1994.
La culpa de todo ello la tenía un título, Donkey Kong Country (DKC, a partir de ahora). Es cierto que yo llevaba años hasta las santas narices que Super Nintendo se llevara siempre las mejores versiones de los multiplataforma o, de forma exclusiva, aquellos fantásticos juegos que desde la distancia y la inexperiencia me daban auténtica envidia, como la saga de Super Star Wars, Indiana Jones, Secret of Mana y un largo etcétera (los juegos first party de Nintendo, como los de Mario, Zelda, Metroid y compañía no me daban envidia alguna en aquella época, qué feliz era mi ignorancia). Pero cuando llegó DKC, aquellos gráficos rebasaron el límite de lo soportable para mí. Así que, ni corto ni perezoso, vendí todas mis posesiones segueras y me hice con una consola y una copia del juego de Rare.
Los recuerdos que tengo de aquel juego son magníficos. Adoraba, como todo el mundo, aquellos gráficos renderizados que parecía que iban a salirse de la pantalla, con aquellos personajes carismáticos y extraordinariamente bien animados, esos paisajes de ensueño, aquella banda sonora y esa dificultad que llegaba a ponerte a dar saltos de alegría cada vez que superabas uno de sus niveles. Me encantaba la posibilidad de cambiar entre Donkey o Diddy por la forma en que esto modificaba el juego, con un personaje más tosco y fuerte, y el otro más ágil y débil. Y el sentido del humor, con aquellas animaciones de celebración al superar una fase o la cara de sorpresa hacia el jugador cuando perdías una vida, me parecía maravilloso.
Los años pasaron, pero el juego me dejó un recuerdo imborrable que ha permanecido a día de hoy como un referente de calidad. En su momento jugué a su segunda parte, aunque el recuerdo que guardo de ella es bastante peor que el de su predecesor en todos los sentidos, pero era tan pequeño que creo que no era capaz de plantearme entonces a qué se debía ese bajón. Jugué al juego de N64, un completo desastre que aunque se nos vendió como una joya, era un juego del montón. Y no jugué a las nuevas entregas de Donkey Kong Country Returns de Wii, Wii U o más recientemente Switch, porque había algo que me decía que no eran juegos para mí. El brillo que tuvo el original se perdió para mí con aquel título. Y así, llegamos a 2020, momento en que gracias a unos amigos conseguí una cuenta compartida de la Switch online y, junto con ella, la posibilidad de volver a jugar a DKC.
Es curioso cómo estos 25 años largos que han pasado desde su lanzamiento dan perspectiva sobre tantos aspectos, tanto internos como externos al juego. Es encender la consola, con esa broma casi de mal gusto que presenta al viejo Donkey Kong haciendo sonar un gramófono sobre aquellas vigas rojas del clásico de 1983, para ser luego desplazado por el nuevo Donkey con su loro, y entender inmediatamente el por qué de su éxito, ya que la novedad de aquellos gráficos era realmente el principal, y me atrevería a decir que único valor real, de aquel título, pero fue suficiente para catapultarlo al estrellato del videojuego.
DKC es una obra maestra en el apartado técnico, eso no creo que nadie lo pueda poner en duda, con unos gráficos que están literalmente a años luz de lo que ninguna consola de la época era capaz de hacer. La tecnología de renderización permitía una sensación de volumen, una iluminación y unas animaciones que estaban a otro nivel de lo visto hasta ese momento. Eso, unido a un diseño artístico espectacular y una banda sonora increíble, obra de David Wise y Robin Beanland, hizo que el juego se colocara en el punto de mira de toda la industria. Todas esas virtudes siguen presentes a día de hoy, teniendo en cuenta, lógicamente, los años transcurridos. Pero al margen de algunas cuestiones puntuales o cierta pixelación y dientes de sierra, este juego ha envejecido bastante bien a nivel técnico, y seguramente siga llamando la atención de muchos niños de hoy en día que, movidos por la curiosidad, entren en esta consola virtual a probarlo.
Da gusto, como en 1994, recorrer esas junglas, ruinas o fondos oceánicos y dejarse llevar por su música relajante y esos gráficos tan, sencillamente, hermosos. Ahí sigue su sentido del humor, sus animaciones y ese espíritu gamberro de sus personajes, tan vivos y expresivos como entonces. El problema es que jugar a este título en 2020, con más de un cuarto de siglo de experiencia en videojuegos, supone también ver todas y cada una de las costuras en mecánicas, diseño de niveles y jugabilidad que tiene, y aquí es donde llegó mi sorpresa, y en buena medida, mi decepción con este clásico.
Y es que, se ponga como se ponga el respetable, DKC no es un buen juego de plataformas. Es más, me atrevería a decir que es un juego mediocre en muchos sentidos: el control de los personajes es impreciso, los saltos son en muchas ocasiones actos más de fe que de técnica, el juego no se preocupa en absoluto de enseñarte nada acerca de sus mecánicas pero te exige una precisión milimétrica sin el menor aviso, y con el único objetivo de consumir tus vidas con trampas del peor diseño, colocadas únicamente para que te maten y tengas que volver a empezar, alargando así la vida útil de un juego que, en manos de un jugador experto, no dura más de dos o tres horas como mucho.
Por otro lado, y esto es algo que tampoco recordaba, los niveles de DKC son cortos, muy cortos. Y su dificultad no está en que sean desafiantes, sino que en muchos momentos aparecen enemigos de la nada, con patrones imposibles de predecir que te van a matar sí o sí hasta que te aprendas esas rutinas de memoria, a través de un método de ensayo y error que te llevará finalmente a jugar de manera mecánica y siguiendo una única forma lineal de superarlos, más como un robot que sigue un camino programado que como un jugador que está disfrutando, probando y explorando a su gusto y antojo. Aquí no hay apenas lugar para la exploración ni para los secretos o coleccionables, que los hay porque debían estar por imposición de Nintendo a Rare, no porque obedezcan a un diseño de niveles pensado o inteligente.
El juego camufla muchos de estos defectos, a mi parecer realmente graves, con ese maquillaje técnico que hace que te quedes sin mandíbula al ver cómo aparece una tormenta sobre un fondo de montañas nevadas, cómo atardece en la jungla o cómo la arena del fondo del mar se desplaza en pseudo-3D mientras el escenario oscila como bajo el efecto de las ondas del agua. Los camufla con un apartado sonoro bestial y con una música que es absolutamente maravillosa, y que te empuja a seguir avanzando para descubrir con qué nuevo truco visual te van a sorprender en el siguiente nivel, pero no invita en absoluto a repetir las fases que ya has superado, sobre todo aquellas más desesperantes a nivel de trampas, o a descubrir sus secretos para completar el 100% del juego, porque seguramente habrás terminado jurando en arameo contra los dichosos barriles, abejas o cocodrilos que salen de la nada para matarte una y otra vez.
Los jefes finales son divertidos y originales, pero se repiten en exceso y son una muestra más de que este juego se hizo antes pensando en cómo se iba a ver y escuchar que en cómo se iba a jugar. Tengo para mí que primero se desarrolló la tecnología y después se rellenó con un juego para que saliera al mercado en una fecha determinada, y no al revés, como luego he descubierto que es seña de identidad de Nintendo. Aquí los mundos fueron creados para asombrar, no para ser divertidos, profundos o complejos, y aquellos que en principio tienen como objetivo la pura diversión, como los de las vagonetas, son un ejemplo perfecto de cómo no hay que diseñar jamás un nivel así, plagados de saltos traicioneros y vagonetas que aparecen de la nada sin el menor tiempo de reacción para el jugador.
Las muchas trampas y camuflajes de DKC pueden pasar desapercibidos para el preadolescente que en 1994 enchufó aquel cartucho con toda la ilusión del mundo, pero no para el señor mayor que esto escribe. Gracias a la funcionalidad de rebobinar que permite Switch Online pude completar el juego sin perder una sola vida, haciendo trampa a los tramposos cada vez que me mataban sin la menor justificación. En DKC no mueres porque se te dé mal hacer un salto, sino porque el juego quiere que te maten justo en ese momento, y por ello era realmente satisfactorio dar marcha atrás y hacerle un corte de mangas a esos diseñadores que, sin el menor respeto por el jugador, nos vendieron un caramelo de 11.990 pesetas del momento (70 euros del ala, en 1994, ojo) que, visto lo visto, era únicamente envoltorio. Qué lástima.
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