Ocarina of Time en 1998, 2011 y 2020

Estos días navideños suelo celebrarlos de muchas maneras, pero una de ellas es volviendo sobre alguno de esos títulos que en su momento me hicieron extremadamente feliz, y quizá no haya ninguno que esté a la altura de The Legend of Zelda: Ocarina of Time. Es, con diferencia, el primer juego en el que pienso cuando alguien menciona el término "videojuego", el que me llevaría a una isla desierta si solo pudiera elegir un título de entre toda mi colección, y al que sé que cada 4/5 años vuelvo a jugar porque me encanta rememorar todas y cada una de sus escenas, porque me trae unos recuerdos imborrables y porque además me parece una obra maestra en diseño de videojuegos, banda sonora, jugabilidad, narrativa y apartado artístico.

Sin embargo, me pasa con Ocarina of Time lo que imagino que a muchos de mi generación, para los que este fue nuestro primer Zelda: que tendemos a ponerlo como vara de medir para toda la franquicia, y eso es algo que quizá no sea justo para los muchos méritos de tantos títulos publicados antes y después del clásico de 1998. Hasta 2017, mi sensación era que todos esos juegos, especialmente los posteriores, trataban de emular esa fórmula de éxito sin el mismo resultado, o con resultados mucho más heterogéneos e irregulares, a veces directamente decepcionantes. Quizá se junte que hasta 2017 esperaba encontrar, en el fondo, las mismas sensaciones que con 16 años me despertó el último juego de la saga a cargo directo de Shigeru Miyamoto.

Y no es que no haya disfrutado, que lo he hecho, con la práctica totalidad de Majora's Mask (un fantástico complemento a Ocarina of Time en todos los sentidos), o de Wind Waker, que a nivel artístico y musical me sigue pareciendo una obra de arte, o que no haya habido momentos puntuales de Twilight Princess (ese jefe final) e incluso de Skyward Sword que no me hayan hecho sentir realmente bien como jugador. Pero no eran lo mismo, para qué negarlo. Ni de lejos.

Este juego en 1998 fue una auténtica barbaridad, y revolucionó muchos aspectos del diseño de videojuegos en 3D que la propia Nintendo no ha podido mejorar (me atrevería a decir que ni siquiera igualar) en casi 20 años. Volví a sentirlo así en 2011, cuando el estreno de la versión en 3DS, un remake magnífico que me trasladó de nuevo a aquel mundo mágico pero con un apartado técnico que era, literalmente, clavado al arte original del juego. Una gozada, además con el plus de poderlo jugar en tres dimensiones y con un efecto increíble, que encima de eso añadía el modo espejo con el contenido de la versión Ura que nunca pudimos ver y un modo de jefes finales tan necesario como bienvenido.



He vuelto a jugar a esta versión (después de la salida del remake, se me hace más duro volver al apartado técnico de la Nintendo 64, seamos sinceros), y me he dado cuenta de algunas cosas en las que quizá nunca había reparado. He visto detalles que me han parecido alucinantes, como el diseño de ciertas mazmorras o paisajes sublimes, o detalles aparentemente menores en los que nunca había reparado, como tirar escarabajos en una superficie acuática y ver cómo tratan de mantenerse a flote hasta que al final acaban hundiéndose. Me ha encantado volver a vivir toda la historia, tratando de hacer la partida perfecta y con todos los coleccionables posibles, y saboreando cada momento de una trama apasionante que, a día de hoy, me sigue pareciendo ejemplar y no superada por su propia franquicia.

Me encanta, creo que por encima de cualquier otra cosa, lo bien contado que está el juego. Tiene una estructura en prólogo, tres actos y epílogo absolutamente maravillosa. Todo en el bosque Kokiri es un tutorial que ahora puede parecer poco sutil (muchos de los niños solo tienen como opción de diálogo consejos e instrucciones de cómo manejar la cámara, los controles, etc.), pero que en 1998 reemplazaba mucho mejor al clásico manual de instrucciones, integrándose en la historia de una forma que no se conocía demasiado por aquellas fechas. Y además lo hacía en un entorno fabuloso, donde te sentías seguro y a salvo de los peligros de aquel universo. La primera mazmorra en el árbol Deku es alucinante, como idea y como ejecución, y su primer enemigo final resulta apasionante por su presentación y rutinas.


Todo está hecho con un mimo y un cuidado tales en este primer acto que da lástima el comprobar que para el tercero no hubo tiempo suficiente de darle a todo el mismo acabado. Los primeros sabios (Saria, Darunia y Ruto) tienen el desarrollo adecuado en la historia para ser después importantes, pero no cabe decir lo mismo de Impa, Nabooru y mucho menos de Rauru, que los propios desarrolladores han reconocido que durante mucho tiempo estaba pensado como la forma humana del búho que nos da consejos al principio. Especialmente doloroso es el caso de Nabooru, que sin duda se merecía una historia más desarrollada y menos atropellada de lo que se nos presenta en esa fabulosa mazmorra, para mí la segunda mejor del título con diferencia, que es el Desierto del Coloso.

Sea como fuere, he vuelto a sentir esa sensación de mundo desolado que deja salir del templo del tiempo cuando ya eres adulto, esa impresión de que todo se ha perdido, incluso la esperanza. Y ese templo del bosque, con su arquitectura de castillo envuelto en bruma, esa banda sonora y ese jefe final, el Fantasma de Ganon, que a caballo entra y sale de los cuadros que te rodean, es algo que me sigue impactando a día de hoy. De ahí al final, el juego es un auténtico tobogán de emociones que desemboca en ese enfrentamiento con el Ganon de verdad, en uno de los finales más espectaculares que he vivido nunca.

También es cierto, sin embargo, que jugar a este título en 2020 es hacerlo después del no menos impresionante Breath of the Wild, para mí el mejor juego de esta generación presente y uno de los mejores de la historia. Y este Zelda, lo lamento mucho por mis recuerdos y cánones de entonces, es tan superior a Ocarina of Time en casi todos los aspectos (salvo quizá en la historia) que da mucho en qué pensar sobre la evolución del medio. Dos décadas en este sector son una barbaridad, y por eso es aún más meritorio que hasta ahora haya podido aguantar OOT como el referente, pero lo cierto es que uno de los detalles que menos me gustaron es esa sensación de encorsetamiento permanente, del que únicamente se salva el juego a partir de cierto punto cuando podemos elegir el orden de las últimas mazmorras, porque es entonces cuando su mundo realmente se abre, ya con buena parte del inventario en nuestro poder, y nos permite recorrer realmente Hyrule en condiciones.

Me han parecido algo molestas (más allá de la plasta de Navi, lógicamente), esas charlas del búho o de Sheikh cada dos pasos del camino. El juego te lleva demasiado de la mano y te dirige de manera muy poco sutil en buena parte del desarrollo, pero curiosamente no lo hace cuando quizá más lo necesites (averiguar cómo abrir la mazmorra de Jabu Jabu, por ejemplo). Tampoco ayuda el hecho de sentir que estás siguiendo un itinerario lineal, planificado para que lo realices de una única forma.

Y es que Breath of the Wild es un juego tan extraordinariamente abierto, da tantísima capacidad al jugador de vivir su propia historia, que estoy convencido de que mis partidas (ya llevo dos al 100%, y las que me quedan) serán muy distintas a las de cualquier otro jugador. Mi partida perfecta de estos días a OOT no es muy diferente, me temo, de la de tantos otros millones de jugadores en todo el mundo, y eso es algo que nunca había sentido como un valor hasta ahora. Han tenido que pasar dos décadas para que Breath of the Wild marque un nuevo hito en esta franquicia, que estoy seguro de que pasará también mucho tiempo en ser superado por algo que realmente revolucione los cimientos de una saga para la que un juego así ha sido, literalmente, un soplo de aire fresco.

Dicho lo cual, ojalá con motivo del 35 aniversario Nintendo nos dé la oportunidad de jugar este Ocarina of Time 3D en pantalla panorámica, alta definición y televisión de sobremesa. Jugarlo en la pequeña pantalla de la 3DS no le hace justicia, ni mucho menos, a semejante juego.

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